A Silvia le gustaba espigar en las cubas de escombros tras los desalojos. En ésta había encontrado grandes tesoros como dos vinilos de Harry Belafonte, una lata de tofis El Avión con la foto de tres perritos y una muñequita que le recordaba a su madre. Al llegar a casa, la introdujo en un barreño de agua tibia con un chorro de gel Nelia para que tanto ella como su traje regional portugués, olieran a rosas.
Hace unos días convirtió una caja de cerillas en un coqueto ataúd. Para su asombro, el pajarito que rescató salió adelante y ahora se ha transformado en la cama de la muñequita, a la cual arropó cariñosamente antes de darle las buenas noches y retirarse también a descansar.
—Valoro el esfuerzo —dijo una vocecilla aguda—, pero la almohada de algodón es terriblemente incómoda.
Silvia abrió los ojos espantada, se giró y encendió con torpeza la lámpara de la mesita de noche. Con un solo ojo destapado, examinó el dormitorio y descubrió a la muñequita sentada en el borde de la cómoda saludándole agitando su bracito. —Me llamo Jacinta.
Pasaron el resto de la noche conociéndose: Silvia le reveló todos sus secretos y confesaba tener un trabajo de mierda con una jefa abusona llamada Virginia. Jacinta, en cambio, relataba su historia con cautela.
—La casa en la que vivía con Pilar era muy bonita, sin embargo la señora a la que servía era tan molesta como las hormigas. Pilar me dejaba preparar sus infusiones y resolví algunos problemas, la pena es que se la llevaron de repente y tuve que abandonar Valencia.
—¿A dónde se la llevaron? —preguntó Silvia.
—¡Termina de arreglarte que hoy te toca caja! —puso fin a la conversación mientras Silvia cogía la chaqueta, daba un último sorbo al café y se despedía de ella.
Los días parecían tener más colores desde su llegada. Aunque eran unos pocos gramos de plástico y tela sintética, la muñequita ocupaba un gran espacio en la casa y el corazón de Silvia, que ya no se sentía tan sola. A las dos les unía su gusto por la crónica negra y Silvia contaba a Jacinta un caso diferente antes de dormir.
—… y fue entonces cuando Mari Carmen prendió una cerilla haciendo arder a ‘El Pincelito’ —concluyó Silvia arropando a Jacinta medio dormida, con una sonrisa en sus labios y los ojos abiertos por la ausencia de párpados.
Su complicidad era la definición de felicidad, pero tras el Black Friday vino el Día Sin IVA y para cuando llegó la campaña navideña, las horas extras de Silvia habían desgastado la amistad.
—¿Dónde has estado? —dijo Jacinta con rabia apagando la tele a patadas—. ¿Ha sido otra vez esa zorra?
—Jacinta, me prometió un ascenso si continuaba con esta implicación en la tienda. Si quieres, puedo construirte una piscina con la tarrina de Tulipán.
—¡Hasta el coño de tus manualidades!
Se dijeron muchas cosas feas que hicieron sentir a Silvia que Jacinta estaba siendo una mascota desatendida. La incomodidad se hizo evidente, ya que la muñequita llevaba un tiempo desaparecida; su cama estaba hecha y el episodio de su serie favorita seguía pausado donde lo dejó. Silvia empezaba a comprender que su dinámica laboral le robaba la vida a cambio de promesas incumplidas. Tomó su bolso, su tupper y se despidió al aire como hacía siempre desde la llegada de Jacinta. —¡Nos vemos esta noche!
Silvia intentaba prestar atención y averiguar qué inquietaba a sus compañeras de trabajo. Desde hacía días, Virginia no respondía a los correos de unos proveedores bastante impacientados en plenas rebajas, y las compañeras desconocían si debían marchar ya a sus casas o esperar a que Virginia apareciera. La incertidumbre se mezclaba con la angustia en lo que Silvia guardaba su almuerzo en la nevera del office; allí balanceaban unas piernas en el borde del microondas y escuchó decir a una vocecilla aguda:
—No va a volver.
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